Frecuentemente somos juzgados por las palabras que decimos o escribimos, por las ideas que expresamos en un momento puntual de nuestras vidas. Como si la opinión de una persona no pudiese variar con el tiempo. Lo que hemos expresado hace días puede que no corresponda con lo que opinamos ahora, una nueva evidencia o argumento nos ha podido convencer de que nuestras conclusiones eran erróneas.
Es más, el lenguaje nunca refleja con perfecta exactitud aquello que realmente queremos expresar. El lenguaje es imperfecto, una misma palabra puede tener diferentes connotaciones en función de la persona. Incluso puede ser interpretada de forma diferente dependiendo del contexto, de quien la pronuncia y de nuestros conocimientos previos, experiencias, prejuicios, expectativas y opiniones.
Sin embargo, hoy en día que compartimos pensamientos tan fácilmente por redes sociales, emails y/o blogs (en ocasiones incluso de forma impulsiva), utilizamos esos escritos como evidencias para juzgar a sus autores sin ningún margen para la duda. Olvidamos que las palabras pertenecen a la persona que las escribió y que esa persona ya no es la misma que la actual. Todo cambia, y nosotros cambiamos con el todo. Olvidamos que esas fueron sus palabras pero que la interpretación la hemos construido nosotros, somos parte activa del proceso.
Por este motivo intento recordarme a menudo, día a día, que las palabras son suyas pero la interpretación es mía. Quizás solo así, dejaremos de juzgar para empezar a dialogar y descubrir el trasfondo de aquellas palabras que una vez fueron escritas por alguien que quizás ya no exista.